lunes, agosto 29, 2005

29-08-05

Ayer noche me trajo a casa una bellísima persona. Aún queda gente estupenda, amable, considerada y atenta en el mundo. Por eso me parece tan deplorable que, en general, existiendo seres humanos de este tipo, nos fijemos en tarugos sin un ápice de sentimientos.

Sigo pensando. Es lo que conllevan el confinamiento y la soledad. Aunque debería nombrarla tal y como se merece, en mayúsculas. La Damisela SOLEDAD. Cuando ves que todo se derrumba a tu alrededor, nada sale como esperabas, cuando el silencio es tan denso como la niebla y las paredes se ciernen sobre ti como ese cielo plomizo a punto de descargar la tormenta, siempre te acompaña.

Todo rueda, nada se detiene. Y la vida da tantas vueltas como esa noria del parque de atracciones que gira, gira y gira. A veces montaña rusa, con sobresaltos, subidas, bajadas y curvas peraltadas. Otras, te sientes como en la casa magnética, atraída con fuerza por las paredes y, sin remedio, acabas chocando contra ellas, con la salvedad de que no estás en una feria y el golpe duele. Nos reímos de nosotros mismos en la sala de los espejos, concavos y convexos, donde lo alto se vuelve bajo, lo grueso delgado y nada es lo que parece ser. Seguimos salvando obstáculos en el barco, el laberinto de cristal, el tunel del terror... Sin quererlo, nos vemos lanzados boca abajo y la sangre se nos sube a la cabeza. Demasiado mayores para los caballitos? Qué tranquilidad no hacer nada, dejar que la música suene y seguir el ritmo...

Estamos condicionados por los cambios. De horario, de tiempo, de trabajo, de vida, de amigos, de pareja. Y llega un momento en que te sobrepasan; te saturan.

Detener el tiempo. Un momento fugaz donde poder descansar, apartarse de todo. Perpetuar el instante.

Pero nada se detiene...